Los drones son pequeños aviones que sacan fotos y hasta pueden ser bombarderos. Son utilizados en las guerras modernas. En Tigre los usan para prevención y vigilancia.
Como casi todos los artefactos que encontrarían en el universo cotidiano una ubicación estelar, los drones nacieron en laboratorios militares perfeccionando las milenarias técnicas para la aniquilación humana. Pero a diferencia del avión, la radio a transistores, el radar o internet, los drones no se limitan a la simple recopilación de datos, ni al traslado de mercancías, ni agotan sus posibilidades en las fronteras del entretenimiento.
Los drones combinan esos vectores y muchos más a partir de un elemento clave del siglo XXI: la inteligencia colectiva. Elaborados a través de una red de diseño, operatividad y tecnología en expansión, el resultado es un interrogante donde nuevas formas de la guerra, la ciudadanía y la información expanden el concepto mismo de experiencia humana.
Desarrollados como naves aéreas no tripuladas, los drones –palabra que significa “abeja macho” y que alude al diseño de los primeros modelos y a la posibilidad de relegar del trabajo directo a su operador– comenzaron su vida en el extremo opuesto de la astucia. Como blancos móviles aéreos operados de manera remota, servían como objetivos bobos de práctica para los artilleros en tierra. Situación que no tardó mucho en invertirse.
Vástago directo de la revolución digital, un drone puede operarse hoy de manera remota a varios continentes de distancia y con herramientas de movilidad, ataque, control y una interfaz audiovisual no muy distintas a las de una consola de PlayStation. En la actualidad, más de 40 países están desarrollando drones y la Fuerza Aérea norteamericana cuenta con más de 7.000.
Equipados con bombas y cámaras digitales de última generación, sólo en escenarios bélicos de baja intensidad como Pakistán y Yemen los puños y los ojos omnipresentes de drones han eliminado más de tres mil blancos humanos, entre los que se incluyen –en el contexto de los llamados daños colaterales– numerosos inocentes. La reputación de los drones, sin embargo, creció al servicio de la campaña antiterrorista del Pentágono. Desde 2001, las naves no tripuladas han ejecutado a más de cincuenta miembros relevantes de al Qaeda en Oriente Medio.
Ligeros, pequeños, autónomos, de difícil detección para los radares, casi invisibles en el campo de batalla, inmunes al calor, al agotamiento, al miedo y a los conflictos de una conciencia humana ante la experiencia directa de la muerte, los drones se transformaron en espías más eficientes que James Bond y en soldados más letales que los ejércitos humanoides de Terminator. Así, mientras los estados discuten nuevas legislaciones para proteger su soberanía –asunto que puede seguirse en Twitter a través de @drones– y los mandos militares hablan de una revolución de la experiencia de la guerra –reducida a una fría sesión de joysticks e imágenes en video HD comandadas desde un sillón a miles de kilómetros–, los robots siguen su evolución. Los nano drones, versiones de diez centímetros de longitud con hélice, ya vigilan posiciones enemigas en varios teatros de operaciones. Pero esos no son los únicos campos sobrevolados por drones.
Mientras su acción se expande hacia tareas logísticas vinculadas a la agricultura, la ingeniería y la biología –explorando el equilibrio de diversos ecosistemas–, la Administración Federal de Aviación de los Estados Unidos calcula que 30.000 drones de uso civil sobrevolarán el espacio aéreo norteamericano en 2020. Sin embargo, una tecnología capaz de identificar, seguir y reconocer –como puede hacerlo hoy cualquier smartphone– los movimientos y las conductas de cualquier individuo plantea inquietudes alrededor del derecho a la intimidad.
Al margen de las categorías que redefinen la privacidad contemporánea —asunto que vuelve a los motores de búsqueda de Google, Facebook y a los drones un asunto menos distinto de lo que parece—, fuerzas policiales en todo el mundo ya han adoptado versiones menos letales pero igual de efectivas para controlar la seguridad ciudadana. La potencia omnipresente de los drones puede palparse incluso en Tigre, provincia de Buenos Aires, cuna de la primera Flota de Cuadricópteros Drones Telecomandados para el Control y la Seguridad Ciudadana. Fabricados en Holanda, con una autonomía de vuelo de 25 minutos, 2.000 metros de altura máxima y recorridos programados por GPS, los primeros drones en la Argentina articulan su trasmisión de datos para prevenir incendios, supervisar emergencias, controlar el tránsito y vigilar zonas de edificación. “A medida que vayamos teniendo más gente capacitada, vamos a ir incorporando más”, dijo el intendente Sergio Massa.
Si la masificación de los dispositivos conectados a la web transformaron el tráfico de información digital en un coto de caza abierto a la voluntad de los hackers, la incipiente proliferación de drones civiles amenaza con eliminar los últimos focos de resistencia material en la esfera de los mundos privados. Con un precio de 240 dólares en eBay, el modelo Parrot AR, no más grande que una laptop común, se controla a través del wifi de un teléfono celular y es el drone más popular en el mercado civil.
Observado y escuchado a través de los ojos del drone –en un vuelo preciso, estable y abierto a la obscenidad de poder registrarlo todo–, el mundo se transforma también en un nuevo diccionario jurídico.
Drone stalking (acecho drone) y drone trespassing (invasión drone) son algunos de los términos candentes relacionados con la reserva de la intimidad y los espacios privados analizados en las cortes civiles y penales de varios países. ¿En qué se convierte la ley ante dispositivos tecnológicos capaces de vulnerar los últimos rincones del mundo analógico libre de intrusos? ¿Cómo se reescriben los bordes de la responsabilidad cuando hasta la práctica del voyeurismo se delega en un drone?
Fundadores de una época capaz de terminar con la relevancia de los soldados de carne y hueso en el campo de batalla, lo que se proyecta como un negocio civil de 90 mil millones de dólares se perfila también como factor clave en la práctica de disciplinas duramente interceptadas por la tecnología, como el periodismo. “No tenemos un drone, no queremos un drone y nunca solicitamos permiso para un drone”, aclaró hace unos días el portal de paparazzis TMZ, uno de los más importantes del mundo, tras el rumor de que utilizaban un drone para cazar imágenes y videos de famosos en Hollywood.
Capaz de articular en simultáneo el retrato de eventos con la recopilación directa de información, el periodismo drone gana terreno como práctica para acceder allí donde los viejos periodistas con dos pies y una libreta jamás habrían podido imaginarlo. Enlazados con canales en YouTube, los drones son cronistas más precisos, intrépidos y poderosos en cualquier escenario posible.
¿Es el destino de los periodistas tan delicado como el imperceptible zumbido de los drones allí donde han sido programados para reemplazar la tarea de soldados, policías y demás especialistas en las vicisitudes del mundo sensible? Mientras las preguntas se multiplican, los drones perfeccionan el arte de retratarlas de incógnito y en alta definición. Lo inquietante es que, si se los ordenaran, también podrían destruirlas.
Fuente: http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/espia-vino-cielo_0_871112899.html